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Voto Voluntario y el Progresismo Conservador

por Marcelo Brunet
Se ha aprobado en la Comisión de Constitución del Senado la ley que permite materializar el precepto constitucional que obliga a la existencia de inscripción automática y voto voluntario. Felicitaciones por esta reforma histórica, que permitirá modificar el padrón electoral anquilosado desde 1988 en la lógica del plebiscito.
La razón para aprobarla es clara: las cifras indican que de un universo electoral de aproximadamente 8.000.000 de personas en el año 1988, casi un 93% se inscribió en los registros electorales. Sin embargo, a partir de esa fecha el porcentaje de inscritos, en relación al universo electoral, ha caído continuamente, hasta llegar a una cifra cercana al 75% en la actualidad.
De la misma manera, el porcentaje de personas que ha acudido a votar y que ha elegido una opción presidencial, ha caído desde aproximadamente un 96% en 1988, a casi un 85% en la última elección. Esta tendencia es aún más notoria, si consideramos las elecciones de diputados desde el año 1989 hasta el 2009.
Evidentemente, si lo que se pretende es profundizar la democracia, la misma debiera tender a ser más inclusiva. Por eso llama la atención la contradicción entre quienes profesan ideas históricamente calificadas de “progresistas” que se opongan a la ampliación de la base electoral.
Asumamos, inicialmente, que entre los propios progresistas cunde la incertidumbre a este respecto. Mientras la ex Presidenta Bachelet afirmaba hace menos de dos años que «hay que contar con la inscripción automática y el voto voluntario (…) en este tipo de desafíos lo que se está demostrando en realidad es nuestro compromiso democrático» (La Nación, Viernes 16 de enero de 2009) el ex Presidente Lagos señala haber cambiado de opinión: fundado en el bien de la democracia propone establecer la inscripción automática con voto obligatorio, “por cuanto el derecho a votar supone, también, el deber de ejercer la ciudadanía.” (Chile 2030: Siete desafíos estratégicos y un imperativo de equidad).
Lagos y quienes se oponen al voto libre aducen razones de justicia. ¿Es injusto el voto voluntario? La respuesta es no, por lo siguiente.
En primer lugar el voto voluntario es más igualitario que el obligatorio, o al menos aumenta la posibilidad de la igualdad. En efecto, tres estudios –Corvalán y Cox, UDP 2010 y Libertad y Desarrollo- demuestran la creciente desafección política de los jóvenes pertenecientes a las comunas de menores recursos de Santiago (Recoleta, La Pintana, Estación Central). Al contrario, los que viven en comunas de mayores ingresos (Las Condes, Ñuñoa) se interesan más por la política.
Ello explica por qué siempre hay más inscritos jóvenes, por ejemplo, en Las Condes que en Renca. De subsistir la “obligatoriedad”, lo que ocurrirá es un aumento del abstencionismo de los más postergados, como ha sido la tendencia de estos 21 años de voto obligatorio.
En segundo término, y por razones de principios, el voto voluntario es más consistente con el sistema democrático y el Estado de Derecho. Una democracia tolerante tiene que permitirle al ser humano la libertad de poder hacer lo que estime conveniente, con sólo un mínimo de restricciones.
El derecho a disentir o “a no votar” debe permitir al ciudadano poder votar en libertad o no, pues el elector debe poder abstenerse, esto es no sólo repudiar a los participantes y sus organizaciones políticas sino decirle al organizador de las elecciones que tampoco se cree en él. Como lo señala la “Mandela de Myanmar”, premio Nobel de la Paz Aung San Suu Kyi: «El pueblo tiene derecho a votar, pero también lo tiene a no votar«.
Además, el voto voluntario favorece la calidad del voto. Quien vota en un sistema voluntario lo hace porque ha efectuado una decisión razonada que lo lleva a decidir ejercer su derecho al voto. La obligatoriedad dificulta realizar previamente un análisis respecto de sus reales preferencias, decidiendo en general en el último momento, incluso el mismo día del sufragio. Al contrario, inducir a sufragar genera la emisión de un voto de extraordinaria carencia de seriedad, de meditación y de peso. La madurez democrática insta a que la gente vaya a votar por convencimiento, por propia voluntad y no por el temor a la sanción de una multa.
Y ya que hablamos de la multa, por lo demás, ella es ilógica e impracticable. De hecho, gran parte de aquellos países que aun lo conservan en sus constitucionales o en sus normas legales no establecen sanciones ante la omisión del sufragio, y si las establecen las mismas no se aplican o son tan bajas, o siempre materia de amnistía, que en la práctica no son sancionables. Además la multa, por lo exigua, no justifica su cobranza en la vía coactiva. Eso explica porqué los países con voto obligatorio dictan amnistías frecuentes para quienes no concurren a sufragar. Así, desde el punto de vista jurídico el voto obligatorio es, además, inviable.
En conclusión, soy un convencido de que el Voto Voluntario es útil para Chile, pues mejorará la participación en política, y obligará a los partidos políticos a salir del letargo en el que se encuentran, buscando convencer a los ciudadanos electores de que hagan uso de su derecho y voten por ellos.
Extraido de El Dinamo

Izquierda Institucional o la Izquierda del Capitalismo

por Marcos Roitman Rosenmann
No cabe duda, la obligación de adjetivar las conductas de los partidos socialdemócratas y progresistas como pertenecientes a la izquierda trae consigo ejercicios teórico-ideológicos propios de un malabarismo intelectual. Es común hablar de la existencia de una izquierda institucional, sobre todo cuando nos referimos a organizaciones políticas cuyas bases doctrinales no cuestionan el capitalismo, factor suficiente para negarles el calificativo de izquierdas. 
No debemos olvidar que la socialdemocracia y los llamados reformistas no compartían las premisas del capitalismo. La estrategia cuestionada era la forma de enfrentarlo, la transición al socialismo. El dilema se expresaba dualmente: reforma o revolución. Ahora, el problema es otro. Quienes se autodefinen pertenecientes a la izquierda institucional comparten y aceptan las reglas del juego de la economía de mercado. El hacerlo trae consigo consecuencias inmediatas. Su decisión conlleva avalar el proceso de concentración y centralización del capital como mecanismo para la creación de riqueza. Por consiguiente, dentro de sus programas desaparece la crítica de fondo a las relaciones sociales de explotación sobre las cuales, el capitalismo, construye y ejerce el poder político. 
Los militantes de esta nueva izquierda institucional, parecen sentirse cómodos navegando en las aguas del capital. Eso sí, para justificar el abandono de la lucha anticapitalista, la izquierda institucional y la socialdemocracia utilizan argumentos maniqueos y pedestres. Su lógica consiste en negar la lucha de clases y la división social del trabajo basada en la propiedad privada de los medios de producción. De su lenguaje han desaparecido, por arte de magia, los capitalistas y con ello la dualidad explotados-explotadores. Asumen, sin cuestionar, una visión del mundo donde el imperialismo y los intereses depredadores de las trasnacionales se esfuman en pro de la ideología de la globalización. Sin explicación coherente enfatizan el sentido armónico de la globalización, promoviendo una gestión de la crisis con rostro humano. Según ellos, todos somos responsables y debemos compartir costos. Así sugieren un pacto estratégico entre trabajadores y empresarios, considerándolos parte de un mismo equipo con las mismas metas. De esta manera, nadie quedaría excluido de los beneficios de un trabajo solidario. Ni ganadores ni perdedores. Si actuamos con tino, nadie se verá perjudicado. Es el dilema del prisionero extrapolado ante las relaciones sociales de explotación. Si se coopera se consiguen los objetivos, todos obtienen beneficios. Los trabajadores mantienen su empleo, aunque sea en peores condiciones, y los empresarios, ya nunca más capitalistas, verán aumentar sus ganancias y con ello invertirán, incrementándose el producto interno bruto. Un verdadero pacto de caballeros. Puestos en esta lógica, el quid del capitalismo cambia de eje, no se encontraría en las relaciones de explotación. Su sitio se ubicaría, a partir de ahora, en la fuerza autorregulada de la economía de mercado para satisfacer las necesidades de los consumidores.
Para la nueva izquierda institucional y la socialdemocracia, el capitalismo debe redefinirse como un sistema político destinado a generalizar los beneficios de la economía de mercado. Con ello, lo importante es consumir, no importa qué, cómo y cuándo. Se trata de garantizar el acceso al mercado y formar parte de un ejército de consumidores diferenciados por la calidad y la cantidad de los productos que adquiere. Unos comerán angulas, caviar, beberán champagne, conducirán Lambordinis, Mercedes Benz , irán de vacaciones en yates y viajarán en primera clase; otros, en cambio, deberán conformarse con sucedáneos, imaginarse unas vacaciones virtuales, utilizar el transporte público, consumir gaseosas o tomar agua no contaminada, en el mejor de los casos. Pero tampoco se olvidan de los menos agraciados, quienes sobreviven con menos de un dólar al día o simplemente no tienen ni eso. Para este sector social les aplican el criterio de políticas para pobres. Podrán comer, tendrán un trabajo precario, y se verán avocados a la miseria, la exclusión y la marginalidad. Pero siempre tendrán una opción de salir adelante, en sí son capital humano y ese es su máximo activo. El mercado está siempre atento para recibirlos con las manos abiertas.
En otro orden de cosas, la izquierda institucional traslada el debate de la ciudadanía plena y la centralidad de la política a la esfera de la eficiencia y la racionalidad económica para lograr un mejor funcionamiento del mercado. No tienen empacho en señalar que están actuando en beneficio de todos y en favor del progreso de la humanidad. Muy a su pesar, sólo les queda constatar la pérdida de los derechos laborales, sindicales y políticos en beneficio de la comunidad del mercado. Cómplices del secuestro de la democracia, se manifiestan en pro de los tratados de libre mercado, las trasnacionales y los grandes capitalistas. Asimilados a los postulados del capitalismo se han transformados en sus cancerberos. Adoptan la función del policía bueno. Mientras critican las maneras políticas de la derecha neoliberal y conservadora, ellos encarnan, dicen, el bien común y la moral pública. Pero ambos son la cara y cruz de una misma moneda y comparten un mismo objeto, doblegar la voluntad de las clases populares. Para ellos no hay alternativa al sistema, es mejor someterse y vivir de acuerdo a las leyes del mercado. Luchar contra el capitalismo es un suicidio, porque éste siempre gana.
No hay por donde equivocarse, gracias a la izquierda institucional y la socialdemocracia, el capitalismo se reinventa y queda absuelto de ser un orden de violencia, deshumanizante, asentado en la desigualdad, la explotación y la injusticia social. Por consiguiente, es mejor llamar las cosas por su nombre y quitarle la máscara a esta nueva izquierda y sus aliados socialdemócratas. Es más apropiado llamarla izquierda del capitalismo, concepto apegado a sus prácticas y claudicaciones estratégicas de lucha anticapitalista. Por este motivo, démosle la bienvenida, poniendo al descubierto sus espurios intereses que consisten en mantener inalteradas las estructuras de explotación inherentes al modo de producción capitalista.
Extraido de La Jornada
 Título Original: “La izquierda del capitalismo”

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