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Las puertas abiertas de las universidades públicas

por Juan Guillermo Tejeda * (El Mostrador)
Una acción recurrente de las movilizaciones de estudiantes de universidades públicas es la toma. Normalmente por la noche, un grupo de treinta o cincuenta estudiantes se hace del control de los accesos de un inmueble o campus, se levantan barricadas, aparece una cadena con candado en la puerta y se despliegan unos letreros de tipografía apresurada y ruda. El local está en toma.
Ya no mandan las autoridades legalmente constituidas, es decir el Rector, Decano y Directores. Las clases y demás actividades se suspenden indefinidamente, la gran mayoría se van deprimidos a sus casas, y los jóvenes insurrectos disfrutan del espectáculo de ver a unos pocos viejos profes vagando desolados por las afueras. Es para ellos emocionante. La toma aparece a veces en los medios, muchas veces no, aunque dure meses. Los recursos administrativos o legales con los que cuenta la autoridad para hacer frente a una toma son a veces vagos, a veces desproporcionados. Y la comunidad universitaria, hay que decirlo, ha tenido una extraña blandura conceptual en este tema, una confusión un poco boba, a veces irresponsable, que confunde la disfuncionalidad con el progresismo. De tal manera que la situación se estaciona en una nada flotante.
Se trata, con las tomas, de una performance y de una suspensión brusca de la normalidad para presionar a que ocurra algo más justo. Desafortunadamente hoy en día casi siempre quienes pueden hacer que ese algo más justo ocurra no son las autoridades universitarias. El Gobierno actual está más bien a cargo de que le vaya bien a las universidades privadas, y mal a las públicas.

Las tomas contradicen fácticamente el discurso oficial de las universidades públicas: candados en lugar de puertas abiertas, gobierno de un grupo indeterminado, irresponsabilidad con los compromisos académicos contraídos con terceros, falta de respeto a quienes siendo de la casa se les impide el paso, etc. La gente sabe que hay una protesta justa detrás, pero también tiene la sensación de que en todo eso hay dispendio de recursos públicos e ingobernabilidad.
Con todo, las tomas son populares. Muestran el poder juvenil. Llevan consigo una gran carga emotiva y, en ocasiones, replican sucesos de dura lucha en contra del abuso. Arrastran un aroma. Nos disgustan, sí, pero nos gustan. Somos todos un poco parte de esa confusión.
La historia de las tomas se remonta en Chile y en Santiago a los años cincuenta y sesenta, cuando el flujo de gente del campo llegaba a la periferia de las grandes ciudades. Eran familias desesperadas que buscaban sustento y una vida digna. Los gobiernos de entonces los desalojaban con los Carabineros, a veces había balazos, cargas, heridos y muertos. Gracias a esas tomas realmente heroicas miles de pobladores lograron finalmente un trozo de tierra para vivir.
En las universidades también cundía el malestar. El 11 de agosto de 1967 los estudiantes de la Universidad Católica liderados por su Presidente Miguel Ángel Solar se toman la Casa Central y cierran las puertas con una cadena, todo ello después que el 79,3% de los alumnos pidiera un cambio de Rector en un plebiscito. El diario “El Mercurio” critica a los audaces jóvenes, y estos como respuesta despliegan en el frontis un enorme letrero en que se podía leer: “Chileno: El Mercurio Miente”. Para muchísimos fue realmente un agrado profundo ver aquello. Ocho meses después, a partir de mayo de 1968, las tomas se multiplican en las universidades europeas y norteamericanas, y finalmente en todo el mundo.
La toma es un recurso extralegal, pero que cuando logra leer adecuadamente el estado de las cosas inaugura una nueva fase de legalidad, sobre todo si presiona a quienes pueden decidir y se hace con un apoyo explícito de los interesados.
Durante los años revueltos de nuestra vida política, entre 1965 y 1973, menudearon las tomas de terrenos, predios agrícolas, industrias, colegios, universidades e incluso carreteras. La toma se consolidó como un arma revolucionaria, al poco tiempo también contrarrevolucionaria y finalmente, degradada por su uso continuo, deja de producir otro efecto que el de la intoxicación paulatina de la vida civil. Las autoridades cada vez mandaban menos, la ley se debilitaba, y el país se deslizó por la imparable pendiente de los hechos rudos: paros, marchas, tomas, desalojos, atentados, financiamiento de potencias internacionales a grupos desestabilizadores, uso de la ley para obstruir lo que la propia ley mandaba, conspiraciones, ministros militares, milicias, salida de los uniformados a la calle para “patrullar”, y por último el golpe militar del 11 de septiembre de 1973.
Entre agosto y octubre de 1987, y en dictadura, los académicos y estudiantes de la Universidad de Chile enfrentan valientemente mediante paros y tomas las pretensiones del Rector Designado José Luis Federici de aplicar un “Plan de Racionalización Universitaria” que en la práctica significaba la destrucción integral de la institución. El movimiento fue exitoso y marcó, además, un punto de inflexión en la lucha nacional en contra de Pinochet, desembocando en el Plebiscito de 1988.
Las tomas que ha habido más tarde han conseguido muy poco, más bien han sido un acompañamiento del progresivo desinterés del Estado y de los ciudadanos por sus universidades.
Es que los poderosos, leyendo correctamente la cambiante realidad, han encontrado la manera de sortear el escollo de huelgas y tomas, desmaterializando el aparato productivo y de servicios. Técnicamente, un paro o una toma no significan hoy gran cosa en un mundo donde las contrataciones temporales, las redes sociales o no sociales, el outsourcing y los flujos digitales llevan la delantera. Los gobiernos orientan la política estatal de universidades no en base a la oferta (financiar a las universidades públicas) sino a la demanda (dar plata a las personas para que compren su educación en el mercado). Es un modo de desmantelar el Estado, canalizar los recursos públicos a los privados y fortalecer el neoliberalismo duro. En este contexto, un local universitario tomado no representa nada precioso para el ministro de turno ni tampoco para los ciudadanos-consumidores (así estamos), que se decantan por otras ofertas más apetecibles.
Hay, pues, tomas y tomas, de las buenas y de las añejas. Algunas son saludables, abiertas, leen bien el contexto, integran a la comunidad universitaria, y se orientan a presionar a quienes deben tomar las decisiones. Otras, pese al entusiasmo de los participantes, resultan excluyentes, difusas, estériles, y el pago diferido de sus costos dura demasiado tiempo.
El movimiento actual por la educación pública tiene muchos componentes modernos, globales, y algún resto de empanada nostálgica. Una buena protesta ataca a quienes necesita atacar, emplaza a los que corresponde, es elástica, imaginativa, entusiasma, suma fuerzas y avanza sin grandes contradicciones.
Lo cierto es que defender hoy a las universidades públicas significa a la vez saber cuidarlas y saber resistir las presiones destructivas del poder económico y político. Los luchadores aguerridos a los que no les importa cuidar o descuidar a la universidad en medio de la lucha recuerdan a esa presunta madre de un niño que se lo disputaba con otra, y ella tironeaba rudamente del pequeño en tanto que la auténtica mamá prefirió soltarlo para no desmembrarlo. Era uno de esos cuentos un poco moralistas de Bertolt Brecht. Confía uno en que alguien que ama a su universidad y la siente suya no querrá desmembrarla.
En estos días, quienes estamos por las universidades públicas queremos no sólo protestar y salvar quizá algo de lo que tenemos. Aspiramos a algo más: a ponerlas como un ejemplo, como un modelo de funcionamiento de la educación superior, que se basa en el amor por el conocimiento, el respeto por las personas, la sintonía con los ciudadanos, una actitud crítica y dialogante, todo ello lejos de lucro y del negocio rápido. Con enormes dificultades hemos sobrevivido, pero los valores siguen más vivos que nunca.
Las universidades públicas no son un cacho. Son una pieza vital del desarrollo, cumplen un rol que ningún otro agente público o privado puede cumplir. Por eso hay que duplicar o triplicar el gasto estatal para normalizarlo a los niveles de los países de nuestro entorno o a los que admiramos, destrabar administrativamente el sistema, fortalecer las universidades públicas existentes y crear nuevas allí donde haga falta. Tal cosa pasa por despedirse ya del neoliberalismo ciego y establecer un modelo con un compromiso mucho más grande por parte del Estado, es decir, de los ciudadanos que están detrás. Con ellos estamos dialogando en cada una de nuestras acciones.
Para lograrlo, las universidades públicas están obligadas a generar confianza. Eso se logra practicando cada día lo que se predica. Es decir, manteniéndose operativas como centros avanzados de vida académica, y plantando cara con firmeza en la arena pública a quienes pretenden disolverlas o convertirlas en un nuevo negocio.
Podemos inventar mil modos diferentes de protestar y de liderar la rectificación que hace falta en educación, pero en el caso de las universidades públicas ponerle candados a las puertas y basurear las fachadas es un recurso extremo, que contradice su núcleo más profundo: las puertas abiertas, el pluralismo.
(*)Artista visual. Académico de la Universidad de Chile.
Extraido de El Mostrador

Prueba de Selección Universitaria ¿La alternativa correcta?

Por Mijaíla Brkovic Leighton

Entre ayer y hoy, 289 mil estudiantes rindieron la Prueba de Selección Universitaria (PSU) a lo largo y ancho de Chile. Para muchos, este constituye uno de los momentos más determinantes de sus vidas para el que se han entrenado psicológica y académicamente durante meses. Pero ¿Qué es lo que realmente mide la PSU?, ¿logra efectivamente seleccionar a los mejores estudiantes? ¿Tienen, algunos de ellos, mayores ventajas que otros en la rendición del test?
Según el estudio “Rendimiento versus aptitud en el ingreso a la universidad: Una nota de advertencia basada en el caso chileno” -realizado este año por los académicos de la Facultad de Ciencias Administrativas y Económicas de la Universidad Católica, Mladen Koljatic y Mónica Silva, junto al ingeniero civil Rodigo Cofré-, desde la implementación de la PSU en 2002, la brecha entre escuelas públicas y privadas sólo ha aumentado.
De acuerdo a los antecedentes recabados para realizar la investigación, existen alrededor de 110 puntos de diferencia entre los estudiantes de menores recursos versus los que salieron de colegios privados, donde la ventaja la tienen estos últimos. Así, el remplazo de la Prueba de Actitud Académica (PAA) por la PSU, no estaría cumpliendo uno de los objetivos centrales que se plantearon al presentar el proyecto, “terminar con el sesgo económico”, según sostuvo David Bravo en el momento, uno de los creadores.
Las conclusiones del estudio son claras: La brecha se explicaría ya que la Prueba de Selección Universitaria integra una mayor cantidad de contenidos en sus pautas, asunto que beneficiaría a los alumnos egresados de escuelas pagadas, quienes poseen una mejor base educacional.
Entonces ¿Qué es lo que mide la PSU? Según concluyeron los expertos, la prueba mediría sólo la cantidad de conocimiento adquirido de primero a cuarto medio. Tal como revela una encuesta elaborada para La Tercera por el Centro de Estudios de Opinión Ciudadana de la Universidad de Talca (http://papeldigital.info/lt/2010/12/05/01/paginas/024.pdf), los estudiantes de escuelas públicas alcanzan a estudiar sólo un 60% de todas las materias que aparecen en la PSU, mientras que los privados un 80%.
Así, si se pregunta ¿Logra la PSU seleccionar a los mejores alumnos? Probablemente la respuesta correcta sea que sacan más puntos quienes han optado a una educación mejor, lo que no significa que sean los más destacados o esforzados estudiantes.
En este sentido, Ariela Herrera, estudiante de 19 años que acaba de rendir Lenguaje, Ciencias y Matemáticas, opina que efectivamente “quienes salen de un colegio privado, como el Colegio Suizo, por ejemplo, pueden esforzarse la mitad”.
Para ella –que egresó de un colegio fiscal subvencionado con promedio 6,9 y su objetivo es estudiar Medicina en alguna universidad estatal de prestigio– lograr el puntaje que requiere, ha sido una verdadera lucha. “La PSU es lo peor que te pueden hacer (…) te someten a un estrés todo el año que se reduce a, más o menos, seis horas en dos días, y además es muy excluyente. A las personas que no tienen plata para pagar un preuniversitario obvio que no les va a ir bien (…) supuestamente, todos deberíamos salir del colegio preparados para dar la PSU, pero eso es mentira”, asegura.
Si nos preguntamos si existen alumnos aventajados al momento de rendir la PSU, Mónica Silva, académica que participó de la investigación para un medio de circulación nacional, puede dilucidar la respuesta: “No se trata de que los públicos bajen su puntaje -su puntuación promedio siempre bordea los 460 puntos, desde el 2002 hasta ahora-, se trata de que una mayor evaluación de contenidos resulta un ‘premio’ para los alumnos de los colegios privados”.
Por otro lado, un panel de análisis a la PSU que se realizó en 2007, Jorge Manzi y Erika Himmel – académicos que fueron parte del equipo creador de la prueba- aseguraron que al implementarse ese test, nunca se aseguró más equidad “lo que se hizo fue una promesa de mayores oportunidades de aprendizaje”, dijo Himmel.
Según explica Jorge Manzi, lo que hace la PSU es motivar a los jóvenes a estudiar en correlación a su currículum escolar: “Cuando mi hija estaba en cuarto medio, la profesora de matemática no sabía cómo motivar a sus alumnos porque ellos sabían que esa materia no entraba en la PAA, así que estaban todos haciendo facsímiles bajo el escritorio”, explicó.
Asimismo, otros estudios (http://www.rinace.net/riee/numeros/vol3-num2/art2.pdf)han recordado que  “las pruebas estandarizadas a gran escala suelen revelar diferencias en los puntajes obtenidos por ciertas minorías étnicas, socioeconómicas o de género”. En este sentido, las brechas presentes en los posibles test “no representan necesariamente un sesgo de las pruebas”. De esta manera, la PSU no provocaría desigualdades, sino que sólo reflejaría la realidad chilena.
EL PROPEDÉUTICO: UNA OPCIÓN INTEGRAL
Propedéutico (http://www.propedeutico.cl/) es un proyecto que surge en 2008 en la Universidad de Santiago de Chile (Usach) y que está dirigido a lograr que estudiantes de escuelas con malos indicadores, puedan entrar a la universidad de manera alternativa, sin requerir de un puntaje sobresaliente.

Según cuenta Máximo González, director del Propedéutico Usach, están convencidos de que “el talento académico está homogéneamente repartido en todos los sectores sociales, por lo que los mejores alumnos de cualquier colegio tienen las capacidades para ser exitosos en las universidades”, asegura.
La iniciativa se encarga de escoger a 50 alumnos de 4to medio que hayan obtenido un promedio que esté entre el 10% de mejor rendimiento de cada curso, y que sean partes de liceos prioritarios. Otro de los requerimientos, es haber rendido la Prueba de Selección Universitaria, aunque el resultado no sea relevante.
Así, el propedéutico funciona como alternativa de ingreso a la universidad, pudiendo cada persona entrar directo a un bachillerato que sirve de nivelación para posteriormente cursar una carrera de pregrado.
Además esta iniciativa se está ofreciendo en la Universidad de Chile, Universidad Alberto Hurtado, Católica Silva Henríquez, Utem, Católica del Norte y la Metropolitana, entre otras, integrando varios cupos que hasta ahora suman 150 liceos intervenidos en todo Chile.
“La PSU no es equitativa (…) todos los estudios que indican el ranking que ocupa entre sus pares es lo más importante. Sin embargo, eso no es percibido en Chile. A nadie le extraña que de un liceo científico humanista municipalizado no ingrese ningún estudiante a la universidad; en cambio, en un liceo particular pagado ingresan todos, esa es una asimetría que lo demuestra”, asegura González.

Extraido de El Ciudadano

Camila Vallejo, presidenta de la Fech: “No existe un sistema de educación superior público en Chile”

Camila Vallejo, nueva presidenta de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile, Fech es la segunda mujer que asume ese cargo en la historia de la organización estudiantil. La militante de las Juventudes Comunistas, califica la “revolución educacional” elaborada por el Ejecutivo como un retoque al sistema actual, que profundiza el ya muy avanzado proceso de privatización de la educación chilena. De revolución, nada, según ella.
Por otro lado, analiza el complejo proceso que están viviendo las universidades públicas, describiéndolo como una continua escalada de desregularización, donde públicas y privadas se lanzan a competir en una desigual “igualdad de condiciones”.
Este es un breve examen que hace la nueva dirigencia de la Fech respecto a la educación en nuestro país.
-¿Cuál es el análisis de la situación educacional actual que hace como presidenta de la Fech?
-Nosotros, como estudiantes, tenemos un diagnóstico común. Creemos que la última reforma importante que se hizo fue la del ‘81, promulgada en dictadura, y que más allá de pequeñas modificaciones y profundizaciones del modelo, no se ha hecho ningún cambio pensado desde el mundo social, no ha existido ninguna instancia donde todos fuéramos partícipes del proceso.
El sistema que tenemos ha abierto las matrículas, ha expandido el acceso, pero esto no ha venido acompañado de

calidad ni de equidad ni tampoco de una discusión seria respecto a la educación pública. Se ha tendido a una desregulación, a una descentralización por parte de las autoridades, donde se ha instalado como principal actor al mundo privado.

-¿Cuáles son las consecuencias de esta irrupción del mundo privado para las universidades tradicionales o públicas?
-Existe una gama gigantesca de universidades privadas, institutos profesionales y centros de formación técnica que carecen de una regulación efectiva por parte del Estado, por lo que hacen lo que quieren. Producto de esto ha habido un desfinanciamiento muy profundo de las universidades estatales. Han caído en lógicas mercantiles como captar los mejores puntajes para recibir financiamiento, acudir a préstamos de servicio, auspicios, etcétera, con su consecuente pérdida de sentido de lo que su carácter público significa. Por eso hoy nos encontramos con universidades públicas que funcionan como privadas. Paradójicamente, esta realidad ha sido utilizada para demandar un trato igualitario entre públicas y privadas, y ese es justamente el paradigma que se ha instalado en este Gobierno, que no es nuevo y que se arrastra desde Brunner, en el sentido de que lo que se va a premiar es la competitividad, la eficiencia. Con base en esos principios, entonces, cualquiera puede entrar a concursar por la repartición de los recursos.
-¿Qué papel han jugado los gobiernos de la Concertación, qué incentivos han hecho para mejorar la educación pública?
-Ninguno. Todo esto partió con la reforma en los ochenta y de ahí en adelante lo único que ha habido han sido pequeñas modificaciones, pero por sobre todo profundizaciones del sistema. Estamos claros que este financiamiento a la demanda, a través de convenios de desempeño, por ejemplo, está formulado con base en la lógica de la competitividad, siempre defendido por el marco de la “libertad de enseñanza”. Entonces, las familias tienen la libertad de elegir a qué institución ingresan sus hijos. Eso es lo que hay que financiar, independiente del carácter de esa institución. Por eso el crédito con aval del Estado, las becas, etcétera.
Hoy en día, esto es más marcado. A través de las leyes de presupuesto de la Nación se está aplicando por decreto, de facto, una reforma. Se está innovando en el hecho de ampliar recursos que eran exclusivos de las universidades del Consejo de Rectores hacia universidades privadas, ampliando la lógica del crédito con aval del Estado, que agrava la situación de endeudamiento del estudiante, por sobre los fondos solidarios, que tienen un interés mucho menor. O las becas hacia las pedagogías, que se van a instituciones privadas.
-¿Ustedes como Federación van a continuar la lucha por las demandas estudiantiles bajo el estandarte de un sentido público como marco diferenciador entre las universidades?
-Hay un punto en ese concepto. Nosotros sabemos que desde la derecha se  instala esto también, o sea ellos defienden que hay que financiar a los estudiantes que entran a una universidad con cierta misión pública, y a estas universidades a su vez. Pero realmente no se ha dado el debate de fondo de lo que nosotros entendemos por carácter público, porque si tú ves a la Universidad de Chile, tampoco lo cumple. Hoy en día no existe un sistema de educación superior público. Nosotros entendemos el sentido público como un espacio público, como una plaza a la cual todos tienen que tener acceso. Las universidades que son públicas son aquellas que no discriminan en el acceso, que son representativas de la composición socioeconómica del país. No puede estar representado solo un segmento de la población en la educación superior.
Por otro lado, defender un sentido público también significa asegurar que esos segmentos de la sociedad que ingresan a la universidad puedan ser participantes activos de la discusión nacional, cómo se gestiona y decide el rumbo de las políticas públicas, y eso tiene que ver directamente con un gobierno democrático, lo cual es correlativo de ciertas condiciones que hoy en día ni siquiera se dan dentro de las universidades del Consejo de Rectores. Es asegurar el pluralismo, de que todas las visiones puedan tener un espacio dentro del debate.
-¿Incluso si son de derecha, los cuales son representantes de los grupos político-económicos que han mercantilizado la educación?
-Sí, incluso, porque tú tienes que asegurar que haya un debate dentro de la universidad. Tú no puedes discriminar porque una persona es de derecha, y tampoco la Federación lo hace, eso está en sus estatutos. El hecho de asegurar el pluralismo, de dar cabida a todas las visiones, es parte esencial de una institución pública. No reconocerlos atenta contra los derechos de los ciudadanos. Si tú aseguras la participación de toda la comunidad y que allí se genere una disputa que refleje quienes son la mayoría que apuesta por un sistema educativo particular, estás finalmente consolidando la democracia. Para esto es fundamental una representación triestamental que perfile los lineamientos de lo que la educación debiera ser, asegurando condiciones mínimas como el carácter público de las instituciones educativas.
-¿Cuál es su evaluación de este nuevo gobierno, presidido por Sebastián Piñera, que no solo representa a la derecha económica, sino también a una derecha ideológica fuertemente cargada por el aspecto religioso, específicamente en la cartera de Educación, donde se ve representado el Opus Dei?
-Yo creo que hay dos hitos fundamentales que demuestran la intencionalidad y para dónde va el Gobierno hoy en día. Uno es la ley de presupuesto, que da cuenta de cómo va a ser la reforma. Y por otro lado, la asignación al Senado Universitario de Harald Beyer y Álvaro Saieh, dos personeros que son representantes del mercado en la educación, que han propiciado el sistema mercantil dentro del sistema educativo, que están ligados a la dictadura y que poseen grandes empresas en nuestro país. Estos hitos inciden en la forma de pensar el desarrollo institucional de la educación superior; el Ejecutivo es realmente el responsable de la implementación del sistema educativo que se llevará a cabo. Esa intromisión, por tanto, no es casual. Hay una intención por parte de los autoridades de insertar este paradigma, esta visión ideológica de cómo tienen que operar las universidades. Es, finalmente, la consagración de un gobierno corporativista que refuerza una ideología de libre mercado dentro de las lógicas educacionales, como por ejemplo la competencia. Esto eventualmente comenzará a generar ruido dentro del sistema.
-¿Cuáles son las consecuencias de la “revolución educacional” anunciada hace unas semanas por el ministro Joaquín Lavín?
-Básicamente, una profundización del sistema. Este paquete de medidas no es una revolución, solo una consolidación de la privatización en la educación. Por un lado, con todo el tema de la semaforización de los colegios y los liceos de excelencia solo se ahonda en la segmentación y discriminación de los estudiantes más pobres, porque en realidad estos liceos solo benefician al uno por ciento del estudiantado, radicalizando aún más las diferencias entre integrados y excluidos.
Por otro, la preponderancia de las horas de lenguaje y matemáticas en detrimento de otras materias como historia, además del reflejo de la hegemonía tecnócrata dentro de la forma de gobernar, es también una reproducción ideológica donde se esteriliza las capacidades críticas de los jóvenes, prevaleciendo un modelo social donde se privilegia el saber leer y escribir sin saber dónde se está parado.

Extraido de El Ciudadano

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