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Exclusión Aérea, el Confuso Nombre de la Guerra Libia

por Tarak Barkawi (*)
Los fantasmas balcánicos de la década de 1990 están de regreso: zonas de exclusión de vuelos, la guerra humanitaria de Washington, Europa y la ONU, las garantías de que no se desplegarán tropas estadounidenses y una ofensiva aérea que por sí sola no puede alterar lo que pasa a ras del suelo.
Con los términos leguleyos con los cuales la comunidad internacional reconoce con repugnancia que una guerra está en marcha, la ONU (Organización de las Naciones Unidas) resolvió proteger a los civiles y crear un «cordón sanitario» en torno del país apestado, en este caso Libia.

Pero hay demasiados ecos de las terribles guerras de la partición de Yugoslavia, cuando se instauró la idea de que se podía bombardear una población con fines humanitarios.

El lenguaje de la guerra liberal puede fluir tan suavemente como el crudo ligero de los yacimientos libios, pero esta vez incluso los más creyentes parecen haberse quedado sin gasolina.

Pocos críticos se han molestado siquiera en señalar la selectividad obvia de la medida tomada contra Libia.

Cuando el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, dijo que la comunidad internacional no podía permanecer pasiva ante el brutal ataque de un tirano contra su pueblo, se refería específicamente a uno, el líder libio Muammar Gadafi.

Y el Consejo de Seguridad de la ONU ofreció su beatífica protección sólo a algunos civiles libios, pero no a los sirios, yemeníes, palestinos ni bahreiníes. Mucho menos a los que sufren violencia en Costa de Marfil, Zimbabwe o en tantos otros lugares.

La idea de la guerra liberal –la del uso de la fuerza con fines humanitarios—continúa confundiendo a la opinión pública, sustentando los términos oficiales del debate en los foros internacionales, especialmente en Europa occidental, y delineando las operaciones militares extranjeras en Libia.

Negar la guerra: el arte del eufemismo

La guerra liberal es útil, sobre todo para los «buenos europeos», porque desmiente que se trate de una guerra. Es una zona de exclusión de vuelos para proteger los derechos humanos.

Si bien resulta obvio que los comandantes de la coalición occidental se han sumado a los rebeldes libios en su guerra contra el régimen de Gadafi, se ven obligados a simular que no es así. Con modales educados, informan a las fuerzas de Gadafi dónde deben reagruparse para evitar ser destruidas.

En esencia, aunque sin decirlo, el mensaje a Gadafi es que debe dejar de defenderse de quienes quieren derrocarlo. Pero permítasenos preguntar por qué no es posible hablar con más franqueza. ¿Por qué hay que hablar de la guerra con eufemismos liberales?

La guerra liberal tiene una contradicción central entre la gran retórica –la humanidad, la inocencia, la maldad— y la limitada responsabilidad que se expresa en la ausencia de tropas terrestres y las patéticas legiones de fuerzas de paz de la ONU.

En las guerras justificadas primordialmente por fines altruistas, los líderes elegidos de las democracias occidentales invierten sabiamente –si les conviene—la sangre, o los dólares, de sus ciudadanos.

El arma elegida es el poderío aéreo y el costo es la incoherencia estratégica. Ante la ausencia de una política sobre el terreno, las fuerzas aéreas se limitan a explotar cosas, revisar los resultados y dar vueltas por ahí. Si otros factores no se modifican, el resultado más probable es un callejón sin salida.

Pero lo más pernicioso es la forma en que la guerra liberal determina el entendimiento de los conflictos, mediante una prestidigitación digna de admirarse.

Una obra dramática

En esta obra, hay espacio para dos actores protagónicos: el interventor humanitario –casi siempre la comunidad internacional conducida por Occidente—y el perpetrador bárbaro, un reparto cambiante y selecto de líderes, regímenes y grupos étnicos.

Así, como por arte de magia, países y pueblos reales con historias imbricadas se convierten en personajes de una pieza moralizante, estereotipos básicos cuya conducta obedece a características innatas.

El melodrama viene en varios sabores, y de ningún modo Occidente termina siempre bien al final. Pero sus términos se establecen de un modo fascinante: intereses e ideales, tragedia y política, parálisis burocrática y carisma.

La memoria histórica es una baja tan inmediata que nadie la nota. Estados Unidos peleó en 1801 su primera guerra en lo que hoy es Libia contra los reinos berberiscos de Marruecos y Trípoli, entonces vasallos del Imperio Otomano, también con la justificación de razones humanitarias, bien asentadas en intereses comerciales.

Cegados una y otra vez por los cuentos de los occidentales bienintencionados y los nativos violentos, nos resulta imposible ver las historias compartidas y conexas que condujeron al actual conflicto y en las cuales se sitúan los libios, los occidentales y otros pueblos.

Libia obtuvo su independencia como reino hace sólo 60 años, teniendo a Estados Unidos y Gran Bretaña como patrones que le suministraban dinero y armas a cambio de petróleo y estabilidad.

Como en otros lugares, entonces y ahora, esa combinación generó el resentimiento popular y suministró el caldo de cultivo para que surgieran alternativas políticas que Gadafi supo aprovechar.

La feria de atracciones

Gadafi, en el poder desde 1969, funciona muy bien como personaje de una feria de atracciones, pero sus orígenes se encuentran en las historias compartidas de Occidente con el resto del mundo.

En los últimos años, la guardia costera y la policía fronteriza de Gadafi, entrenadas y apoyadas por la Unión Europea, eran muy valoradas por los «buenos europeos» pues ayudaban a mantener lejos a los inmigrantes africanos.

El último servicio de la guerra liberal es colocar la fuente de la violencia en los nativos, en los pueblos atrasados del mundo no europeo, y no en los occidentales que los explotan, los invaden, los ocupan y los bombardean.

Si nos guiamos por la retórica oficial, el problema de Iraq y de Afganistán tiene que ver con prejuicios religiosos y étnicos de poblaciones que siguen matándose irracionalmente entre sí, mientras los soldados occidentales intentan amablemente modernizarlas.

El gran costo de la guerra liberal es la claridad. Occidente corre el riesgo de crear una situación en la que no puede derrocar a Gadafi por sí mismo, pero tampoco permite ni habilita a que lo hagan los rebeldes.

Para llevar adelante su lucha, Gadafi puede apelar a escuadrones de la muerte y a francotiradores. Pero, como en Bosnia-Herzogovina y Kosovo, suministrar armas o permitir el ingreso de combatientes voluntarios árabes violaría la supuesta neutralidad de la intervención humanitaria.

La guerra no es un cuento moralizante, sino un violento abrazo mutuo. Una reflexión seria debe comenzar por admitir que Occidente es una de las partes combatientes, y la ética de la responsabilidad exige ver más allá de las seducciones del liberalismo.

(*): Profesor de estudios internacionales de la Universidad de Cambridge, especializado en la guerra, las fuerzas armadas y la sociedad, así como en el conflicto entre Occidente y el Sur global. Publicado en acuerdo con Al Jazeera.
 
Extraido de IPS

Libia: El verdadero poder de Gadafi

por BBC Mundo

Para el asombro de todos, el este de Libia parece estar bajo control de los protagonistas de las revueltas que comenzaron en una ciudad de esa región: Bengasi.

Hasta el pasado domingo las únicas protestas en Trípoli habían sido en apoyo a Muamar Gadafi como respuesta a aquellos en el otro lado del país que están invocando su muerte.

En cualquier caso, la manera de hacer política y la fama de incorruptible han hecho que el coronel Gadafi gane el respeto popular a pesar de la brutalidad de su régimen.

Además, en años recientes no ha dudado en mejorar las condiciones económicas del país con el fin de garantizar la paz social. 

Se acabó la paz social

Esto cambió el pasado domingo en el corazón de la capital con los enfrentamientos entre opositores y simpatizantes del régimen, unido a la intervención de las fuerzas de seguridad que dieron como resultado un saldo de cientos de muertos y heridos.

En un largo discurso lleno de divagaciones, Saif al-Islam, segundo hijo del coronel, prometió ilimitadas concesiones, pero advirtió de una guerra civil al prometer que el gobierno no se rendiría, lo que ayudó muy poco a calmar la situación.

Como resultado, el régimen ahora luce estar en serios problemas. En el marco de esta ola de violencia, el coronel Gadafi, de acuerdo a algunos informes, parece haberse replegado en Sirte o Sebha -ciudades que lo apoyan- con el fin de organizar sus próximas acciones.

El hecho de que las protestas contra el régimen se concentraron en un primer momento en la región de Cyrenaica, en el este del país, da algunas pistas de lo que en realidad está ocurriendo.

El oriente de Libia ha sido por largo tiempo hostil a la jamahiriya, el sistema político impuesto por Gadafi basado en la llamada “democracia popular directa” que ordena que todos los libios deben participar en el proceso político.

Para garantizar que se llega a un fin correcto, ese sistema tiene que hacer uso del Comité Revolucionario.

Cyrenaica, después de todo, fue el lugar de nacimiento de la monarquía que precedió a la revolución y Bengasi siempre ha tenido fama de su falta de rigor revolucionario.

La ciudad también posee otras razones para rechazar al régimen: acogió a 413 niños infectados con VIH en la década de los 90 debido a las pocas condiciones sanitarias en sus hospitales.

En la segunda mitad de la década de los 90 también se produjo una rebelión islámica en Bengasi y Derna, que amenazó al gobierno.

Como resultado, Muamar Gadafi persiguió deliberadamente a la población de Cyrenaica, provocando nuevas protestas. 

Las fuerzas de Gadafi

El régimen, sin embargo, posee fuerzas muy poderosas, sumando 119.000 hombres a su disposición.

En el pasado no ha dudado en usarlas si siente que esa nación de seis millones de personas se ve amenazada.
Más allá de su ejército y fuerzas policiales de 45.000 efectivos, donde la lealtad a veces ha estado en entredicho, existen los mukhabarat (servicios de seguridad) y el movimiento Comité Revolucionario que brutalmente ha disciplinado a la sociedad libia desde la década de los 80.

Estos activistas se han comprometido con el régimen por afiliación tribal así como por preferencia ideológica. Las tribus de Qadhadhfa, Maghraha y Warfalla son consideradas revolucionarias y deben aceptar a Gadafi como su único jefe.

Junto a estos está el Batallón Disuasivo, la conocida Brigada 32, que opera en Ouezzane, cerca de la frontera con Túnez que es comandada por uno de los hijos de Gadafi, Khemis, y diseñada para lidiar con revueltas dentro del país.

También está la oscura Legión Islámica, creada en los años 80 por musulmanes provenientes de Sahel, donde ha habido rumores de que está formada por “mercenarios extranjeros”.

El régimen, en resumen, tiene una gama de mecanismos de represión a su disposición y en el pasado nunca ha mostrado titubeos en responder con brutalidad a la menor señal de protestas.

En 1996, durante un motín en la prisión de Abu Sulaim, en Trípoli, al menos mil presos murieron a manos de las fuerzas de seguridad. 

Medidas drásticas

No hay razones para pensar que el gobierno de Gadafi no tomará medidas drásticas en estos días ante la posibilidad de que su poder esté seriamente amenazado.

Es justo por esa razón que Saif al-islam dio a entender de las terribles consecuencias que podrían seguir a las protestas.

Sin embargo, parece que los manifestantes no están escuchando.

Este lunes el líder de la tribu Warfalla no dudó en recordar la venganza sangrienta del régimen tras el fallido intento de golpe de Estado lanzado por miembros tribales en 1993, quienes en esa oportunidad amenazaron con abandonar el régimen.

Aún así, si su reputación revolucionaria le falla, el coronel Gadafi tiene petróleo para garantizar su propia supervivencia, la de su familia y quizás la de su régimen.

Extraido de El Mostrador

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